La marejada que nos recibe en Longotoma, la tierra aun mojada por el temporal de la noche anterior y el frío impensable que llega por el valle nos bajan el ánimo, pero el pensar que los pocos peces que aun puedan quedar en el litoral se acercarán a la orilla luego de las grandes lluvias en busca de sedimentos, nos lo sube. Ilusos pescadores (valga la redundancia), evocando proezas pasadas a crédito de las futuras, vamos hurgando entre las caletas escondidas, por algún lugar en que podamos pescar sin ahogarnos ni congelarnos, mientras la niebla cae sobre las rompientes choapinas.
El está sobre la roca, yo desde la arena lanzando al mismo lugar, desde arriba puede ver un lenguado tras su señuelo...
Lagartos con colores de turquesa y lapislázuli, se asolean temerosos sobre las piedras calientes.

13:45, Jueves, mientras los ciudadanos se agolpan en las filas bancarias, el metro atestado cierra violento sus puertas dejando para el próximo tren a quienes en vano intentaban subir; las ciudadanas atrasadas conducen serpenteantes entre interminables hileras de lentos automóviles, cruzando media ciudad para recoger hijos hambrientos en colegios absurdamente lejanos… yo siento mi primera picada.
Así propuso Hugo, uno de mis compañeros de pesca que comenzara este relato, como un reconocimiento a nuestra elección de ganarle un par de días a la vida y partir en mitad de semana, a buscarle por las playas del norte, ya que la casa, las deudas y los problemas van a estar donde mismo cuando volvamos. Mientras conduzco por la panamericana pienso en la sabiduría de nuestro acompañante que, no obstante ser a veces un animal, ha realizado en su vida algunas elecciones para muchos envidiables.